Para los locos y las locas que, desde la insania de su “cordura”, testimonian un presente desafiante En memoria del Loco Lucas y de quienes, con él, han regado y legado la semilla de su testimonio y han convertido en memoria convocante sus luchas…
¡Oh, Alemania! Quien solo oiga los discursos que de ti nos llegan, se reirá. Pero quien vea lo que haces, Echará mano al cuchillo. Bertolt Brecht (Hannah Arendt: epígrafe a “Eichmann en Jerusalén”)
Ofertar hoy un diálogo en medio de una realidad zarandeada por múltiples conflictos y en un contexto (Colombia) signado por variados desgarros, constituye no solo una provocación, sino una responsabilidad permanente que convoca la reflexión con presunción de crítica.
Dado el cúmulo de infamias y de perspectivas que la realidad va horadando, se impone, con visos de necesaria, una urgencia de análisis a partir de los cuales procurar el posicionamiento de las alternativas.
Para la ocasión, nos proponemos un abordaje somero y sucinto, desde los planteamientos de Hannah Arendt; mismos que nos prestan los insumos para una aproximación al estado de cosas interno (no excluye lo externo), de maneras de entender, aparejado con las limitaciones de la propuesta, las condiciones referidas a las luchas de los/las jóvenes.
Ello no obsta para formular una advertencia de inicio: por ningún motivo se trata de suplantar, reemplazar o abanderar las ideas y los horizontes de los propios jóvenes. Lo esbozado a continuación aspira a presentarse con carácter de lo señalado en el comienzo del texto: ofrecimiento modesto para dar secuencia a conversaciones en curso.
Para ingresar a dicho escenario de confidencias plurales, nos hemos servido de la reflexión desarrollada por Tamayo (2015), con relación a los rasgos del totalitarismo: “El totalitarismo destruye los vínculos naturales, los espacios íntimos y los lazos familiares, mata las raíces de la vida política, sociales y privada de un pueblo”.
A la vez que teatro de diversas operaciones (políticas, sociales, culturales, jurídicas, financieras, militares), en aquello dado en llamar “Colombia” concurren, en binomio de ignominias, las causas y los efectos, como desdoblamiento de intencionalidades propicias para la implementación de imaginarios que conciten la justipreciación del joven como núcleo de lo que haya que hacer o de lo que no haya que hacer.
Para ello, se muestra útil echar mano de la exculpación como mecanismo de acallamiento y de invisibilización de lo que se haga a los/las jóvenes, en una espiral que, a más de aparato represor, sustituya visiones otras como potenciación de vertientes posibles.
En tanto condensación y agenciamiento de una articulación conceptual, cuyo marco categorial de pensamiento se soporta en el ideologema de “sociedad toda nueva”, el totalitarismo se muestra como portador de comprensiones omnipresentes, dado que cubre todo el espectro de lo social. Dichas comprensiones pretenden agotar los disímiles niveles de explicación de la realidad, aplicando a la “historia” una dimensión justificante de sus quehaceres (qué hacer y qué no hacer: al joven, a la joven).
Quehaceres asumidos bajo el paraguas de lo nominado “régimen”, el cual basamenta su existencia (que torna como natural) en la consideración desigual de los seres humanos, dado que atribuye caracteres distintos a quienes se sitúan en alguno de los escalones de la estratificación social: serán (son) “buenos” los que ocupen el lugar elevado de la pirámide, son (serán) “cochambre” quienes aparezcan en sitiales menores.
Lo dramático de esta segmentación se relaciona con las derivaciones de esta forma de organizar y concebir la sociedad: quienes se ubican en la base de la organización pasan a ser percibidos como “enemigos internos” susceptibles, en el mismo movimiento, de aniquilación física (también se los sanciona moral, cultural e ideológicamente), ya que “percuden” sus lugares de residencia, sus espacios de regocijo, sus ámbitos de retozo.
Si el visto inferior (para el caso, el/la joven), es transmutado elemento hostil e indeseables se sigue la necesidad de su sacrificio en tanto disloca el orden establecido, “afea” el entorno e infecta a aquellos que han de ser defendidos en sus esferas de acomodo, de belleza, de sanidad.
Tenemos, entonces, que para efectos de la experiencia social “colombiana”, el/la joven nominados “vándalos” (percunche, virus, enfermedad), en una alquimia infamante, se transforman en el judío de ayer bajo el régimen nazi. Quienes, en el reciente pasado, fueron convertidos en población descartable (judíos, homosexuales, comunistas, gitanos), son actualizados por los sectores de la dominación colombiana en los “desechables” de hoy. El judío de ayer en Europa, es el joven de hoy en Colombia.
Si el judío era visto, por ese totalitarismo, como “piojo”, “cáncer”, “depravación”, se requiere su eliminación como manera de exorcizar la propia depravación, el propio cáncer, el piojo del que es vehículo el agente nazi. Quiere decir: el agente nazi contiene en sí lo depravado y las circunstancias le imponen trasladar al judío el ejercicio de encochambramiento para “higienizar” su yo para, aparentar la limpieza de su universo de raigambre sacrificial.
Efectúa esta cirugía (rebanar la dimensión de envilecimiento), como dinámica de exculpación de la monstruosidad que contiene, de la monstruosidad interior, del monstruo que él mismo es. El contexto le exige asumirse como “gente bien”, como clase mejor, como sujeto totalmente otro.
Por ello afirma: en la medida que traspaso al otro mi monstruosidad, en la medida en que convierto al otro en monstruo, (judío-joven en Colombia etiquetado “vándalo”), se reclama su eliminación (asesinato) para diluir el propio monstruo que soy. Necesito aniquilarlo para sentirme bueno, ordenado, justo, bello. Apartada de mí la perfidia que me acompaña (dado que se la comunico al otro: judío-joven colombiano), resurgen para mi vida la felicitación de mi jefe (Fuhrer-Presidente), el amor de mis allegados, la justicia de mi promoción al siguiente grado.
En esta circularidad perversa, refina su ignominia en el homicidio del otro (joven puesto en condiciones de monstruo) para sentirse liberado de la monstruosidad que él mismo comporta. Por ello, Colombia es hoy, desde los sectores de la dominación, una extensa, densa e intensa producción de monstruos. Sin ellos, no puede ni quiere vivir. Sin ellos no duerme, no sueña, no come, no viaja, no se divierte.
Esos sectores dominantes alientan monstruosidades de variado tipo (jóvenes incursos en procesos de emancipación, negros defendido sus territorios, mujeres proabortistas y con teoría de género, población con opciones sexuales, musicales y culturales diversas: LGTBIQ, metaleros, grafiteros), siendo que el punto de partida de la monstruosidad son ellos mismos porque, de esa manera elaboran un discurso y operan una formas de justificación, de legitimación, en la anulación del otro diferente: monstruosidades de las que, antes, ellos han sido expresión.
En tanto el joven (vándalo, terrorista, maldito) se asume No-monstruo, constituye una rebelión inaceptable e insoportable para quienes detentan el poder (Estado en su abanico de complicidades: ejecutivo, legislativo, judicial, fuerza pública, empresarios, iglesias, mafias).
A esa rebeldía se la contesta con coerción: necesitamos que todo vuelva a su estado de cosas “normal”; y, dado que es definida como insolencia y/o soberbia, dado que se pretende como constructo de liberación, de autoestima, de reivindicaciones su(b)jetivas debe actuarse, en correspondencia con semejantes pretensiones, y avasallar sin contemplaciones y sin miramientos a quienes se han insubordinado contra el bien, contra la belleza, contra el orden establecidos.
Que ese joven, esa joven no acepten y no asuman su rol de monstruos, es visto como atrevimiento por el cual conspiran de cara a un socavamiento de los privilegios de clase (sectores dominantes), quien encumbra dichos rebeldes a la categoría de delincuentes que atentan, se reitera la consigna, contra el estado de cosas considerado y definido como “normal”, como “habitual”, como “natural”.
Esa “naturalización” del señalado como monstruo (joven) es la naturalización del poder, que naturaliza el crimen: lo que efectúe el poder está bien hecho por sí y para sí. Lo que proponga el poder es lo que habrá que hacer, lo que se hace. El poder se configura en la medida en que se naturaliza su ejercicio (carácter, integración, mantención).
El poder define el cuoteo de sangre que le permita aparecer como encarnación de un atributo bendecido desde trascendencias que hacen las veces de acompañamientos ora solapados, ora consustanciales (pastores, ministros, sacerdotes de la oferta del supermercado religioso).
En tal sentido hay una trinidad que, partiendo del monstruo, naturaliza el poder, que, a su vez, naturaliza el crimen. Lo que va del monstruo al poder y al crimen se circulariza: poder (su ejercicio de sangre, sacrificial) es “lo” natural; y, entonces, “lo” natural es que ese poder asesine (crimen). Para que haya crimen, que comete el poder, de manera “natural”, se requiere el monstruo. Ser transformado en monstruo es la antesala a la aplicación del crimen por parte del poder (sectores de la dominación).
Por ello, la disposición y la resistencia de los/las jóvenes, cuya lucha se desenvuelve en contrarrestar y contestar a la monstruosidad desde sus propias vivencias de género y generacional (preguntas, búsquedas, equívocos, convocatorias, concurrencias, desencuentros, ambigüedades, desafíos, placeres…).
Cada joven asesinado, cada joven mutilado, cada joven desaparecido emergen como una manera de responder a la pretendida capacidad de perpetuación de la monstruosidad, de la dominación. Respuesta desde una condición de particularidad que enfrenta al sistema en términos asimétricos.
De hecho, el régimen a quien reivindica carácter de sujeto juvenil lo despedaza, lo destroza, lo degluye. De él, ella, de ellos, ellas (jóvenes), queda un componente hereditario de su testimonio que invita a una confianza puesta en clave de vida. Ella, él, ellas, ellos (jóvenes), evitan la búsqueda del martirio sin propósito, huyen del sacrificio barato, rechazan la inmolación innoble.
Su deceso ocurre como consecuencia del ejercicio de una monstruosidad que exige el rebajamiento del sujeto joven, como forma de reduplicación por la cual sentirse omnímodo, en plenitud de “bondad”, saturado de “orden”. Aspira, ese sector nominado dominante, a una mantención del poder asignando diversidad de monstruosidades (que expresan, en últimas, lo que es, lo que son) para conjurar el fantasma de la “soledad del poder”, del aislamiento social, del propio envilecimiento.
Por eso, el joven y la joven, puestos en condición de víctimas (torturados, humillados, despreciados) manifiestan, en el límite, la denuncia del régimen inicuo que reclama la sangre del inocente. Esa denuncia no lo será ante tribunales de justicia (al menos no solo), en tanto el aparato de justicia, las magistraturas, condensan el amangualamiento con el poder ejecutivo, simpatizan con él). Esa denuncia no lo será ante instancias religiosas (iglesias, confesiones, doctrinas) por cuanto ellas representan el contubernio de poderes (civil y religioso) en un binomio descarado y criminal.
Las denuncias tiene que serlo ante la comunidad: develar a quienes han rupturado la práctica moral colectiva (no solo jurídica, no solo política), dado que su victimización expresa un profundo quiebre ético para el conglomerado social que se mueve entre saltos con relación a su tratamiento del ser joven, de lo juvenil: lo exalta (utiliza), lo ignora (olvida), lo anula (asesina).
El joven, la joven configuran, en el hoy de lo nombrado “Colombia”, el proceso de victimización en grados mayores de los sectores de la dominación con respecto a todo el quehacer social. Esta victimización (permanente), se sustenta en la visual totalitaria, que efectualiza las maneras de producir lo social, así como encarna el ejercicio de un poder despótico y corrompido prolongación, en el tiempo, de sindicaciones específicas hacia lo generacional en tanto planteamiento y asunción de propuestas con carácter alternativo.
Asimismo, en la dinámica de los colectivos humanos que habitan la tierra “colombiana”, esos jóvenes y esas jóvenes ensamblan articulaciones, tejen complicidades, echan mano de su creatividad inagotable, participan en diversidad de espacios con audacia y entusiasmo, comparten generosamente afectos y posponen lo exclusivamente individual en aras de una construcción que recoja los haceres, sentires y pensares de todos quienes cotidianamente empeñan sus apuestas en las posibilidades (siempre frágiles) de una existencia asumida desde las claves del respeto, de la dignidad, de la libertad.
Para que dejen de ser ciertas las sentidas reflexiones, de aparatosa lucidez, de Hannah Arentd, en su enjundioso ensayo sobre “Eichmann en Jerusalén”:
“Es muy agradable sentirse culpable cuando uno sabe que no ha hecho nada malo. Sí, es muy noble…Sin embargo, es muy duro, y ciertamente deprimente, reconocer la propia culpa y arrepentirse. La juventud alemana (la juventud privilegiada colombiana: J.V.A.) vive rodeada, por todas partes, de hombres investidos de autoridad y en el desempeño de cargos públicos que son, en verdad, muy culpables, pero que no sienten que lo sean. La reacción normal ante dicha situación debiera ser la de la indignación, pero la indignación comporta riesgos, no riesgos de perder la vida o de quedar mutilado, pero sí de crearse obstáculos en el desarrollo de una carrera cualquiera. Esos jóvenes alemanes (esos jóvenes privilegiados colombianos), hombres y mujeres, que de vez en cuando-en ocasiones tales como la publicación del Diario de Ana Frank o el proceso de Eichmannnos dan el espectáculo de histéricos ataques de sentimientos de culpabilidad, llevan sin inmutarse la carga del pasado, la carga de la culpa de sus padres. En realidad, parece que no pretenden más que huir de las presiones de los problemas absolutamente presentes y actuales, y refugiarse en un sentimentalismo barato”. (pág 366).
Para que dejen de ser ciertas las dramáticas y dolidas palabras del poeta Bertolt Brecht, traducidas a la realidad trágica y dolorosa de la llamada (¿imprecisamente?) “Colombia”:
¡Oh, Colombia!
Quien solo oiga los discursos
que de ti nos llegan, se reirá.
Pero quien vea lo que haces,
Echará mano al cuchillo.
Referencias bibliográficas
Arendt, H. (2016). Eichmann en Jerusalén. Debolsillo-Penguin Random House:
Bogotá
Tamayo, J.J. Hanaah Arendt: Crítica del totalitarismo y la banalidad del mal.
Conferencia en el Ateneo de Madrid. 15 de marzo de 2015.
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