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Filosofía: Arriesgando algunas reflexiones

Actualizado: 10 may 2022

Si se me planteara la pregunta ¿cómo piensas que debe ser lo humano?, optaría por una consideración acerca de que los seres humanos buscamos, primariamente, satisfacer necesidades corporales (alimento, vestido, techo, salud, bebida, sueño, sexo); de esta manera reproducimos nuestra vida personal siendo importante asumir esas necesidades del cuerpo, también, como necesidades del espíritu.




Lo señalado ruptura, de alguna manera, la disociación cuerpo y espíritu, donde la “y” hace las veces de segmentación entre entidades: una sería la del espíritu, otra muy distinta, la del cuerpo. Donde “espíritu” mantiene la primacía de lo axial; el mensaje emitido reza: se ha de destacar la “vida” del espíritu por sobre la “vida” del cuerpo.


Se trata de señalar que no existen, o no han de existir, dicotomías que distraigan o enreden aspectos considerados de fondo, de carácter material; si no hay división (entre espíritu, por un lado, y cuerpo, por el otro), entonces, las necesidades del espíritu han de leerse como necesidades del cuerpo, tal como si se afirmara: no hay nada espiritual que no pase por lo corporal; no hay nada inmaterial que no sea percibido, sentido, padecido, gozado por el cuerpo, incluso el ejercicio estético, como ámbito de apreciación de la producción sensible, lo es en términos de la corporeidad.


La afirmación “no hay nada espiritual que no pase por lo corporal” deviene, por tanto, en criterio de orientación a partir del cual se reduce el espacio para metafísicas excesivas que terminan abstrayendo, completamente, las urgencias por el salvamento de una entidad vinculada a la experiencia material (corporal).


El que sin cuerpo no hay “espíritu”, abre la posibilidad de mantener la prioridad de lo urgente por atender: la condición de lo corporal, donde concurren las demás dimensiones de lo humano existencial. Lo es, su importancia, a no ser que se profesen posiciones en las cuales se privilegia lo “espiritual” por encima de lo corporal, lo “espiritual” como más valioso que lo material.





Si se hablase del deber humano hay que plantearlo en esa perspectiva: como una realidad de carácter íntegro e integral; es decir, sin fragmentación, sin fraccionamiento, sin división en compartimentos estancos.


La integralidad reclama hacia el todo envolvente de lo humano y en cuanto su punto de partida es “su” realidad, ese ser humano mantiene una visual nutrida por retrospectivas que apuntan hacia prospectivas. Quiere señalar: ese presente lo es desde el suelo propicio de lo que aconteció, de lo que antecedió, de aquello ocurrido, para lanzarse hacia un consecuente, un porvenir, un advenimiento que engarce y entronque con “su” realidad dinámica.


Cuál es la realidad del ser humano, nos preguntamos con aparatoso asombro. Y nos contestamos en medio del temblor: su entorno, su medio, su “mundo” a mano tendida y cercana, mundo a pie juntillas y vadeante de aquello aconteciendo. Esos mano y pie (sus circunstancias), vividos, sufridos, asumidos, en la cotidianidad, en el día-a-día de su ser vital, en su ser de existencia.


Qué se vive en el día-a-día, persiste el interrogante. Nuevamente arriesgamos la respuesta atravesada por lo perplejo: aquello que constituye su referente, su “verdad”, su apoyatura existencial-vital; económica, política, ética, jurídica, pedagógica, erótica, lúdica, trágica, ecológica, en fin, su cultura en el más amplio de los entendidos (concepciones, utopías, proyectos, creencias, valores, técnicas, artes, ciencias).


Diremos, por tanto, que el ser humano no es lo que es o, al menos, no lo es en demasía; el ser humano es lo que hace, de tal manera que aquello que hace, curiosamente, lo va haciendo a su vez él. Y en ese hacer se muestra, se da, se evidencia, se repliega, se oferta, se enconcha, se abre o se cierra en sí o sobre sí.

Tenemos, pues, que la tarea de hacernos cada vez “más” humanos nunca termina, nunca acaba; no posee tiempos ni espacios absolutos sino que ese hacer se perfila de acuerdo a circunstancias, coyunturas, opciones, elecciones, decisiones. Y ahí puede perder o ganar, construir o devastar, sonreír o maldecir; aun así, será su propia capacidad de vida la que le señalará su derrotero; no para cumplirlo literalmente, pero sí como indicativo criteriológico que le permita avanzar a riesgo de equivocar el paso.




Por ello, la provocación socrática de “bajar la filosofía del cielo a la tierra”. El que Sócrates haya bajado la filosofía a la tierra es un decir que admite interpretaciones variadas; el que la filosofía sube (asciende) o el que la filosofía baje (descienda), tiene que ver con qué se entienda por “cielo” y qué se entienda por “tierra”. Todavía más: depende de quién o quiénes lo defiendan y desde qué lugar social lo haga o lo hagan.


En tanto el filósofo ateniense centra su discurso en el ser humano, en la esfera antropológica, aterriza su propuesta de hacer llegar la filosofía al “mundanal ruido”, en un contexto de concretud, lo que permite una observación y un considerar más plegados a lo terrenal, a lo telúrico.


El problema consiste en que del cielo solo es posible hablar desde la tierra; Hinkelammert asevera que “todo discurso acerca del cielo no es más que un discurso acerca de la tierra”, “solo se puede hablar del cielo en términos de la tierra”. No es que se baje o se traiga el cielo a la tierra, es que el cielo nunca se ha marchado de la tierra, jamás ha habido cielo fuera de la tierra (ni lo habrá).

Cuando se opina el cielo se está, realmente, opinando sobre la tierra; todo lo que ocurre en el cielo es porque ocurre (o está ocurriendo) en la tierra; aquello que se define en el cielo se decide, efectivamente, en la tierra. Nada baja del cielo, porque nada sube de la tierra. El cielo es otra forma de hablar de la tierra. Mejor: el cielo es la tierra de manera otra. El cielo es la misma tierra mirada con otra “mirada”, con otra visión, con otro deseo.


La frase que recoge este sentir será la que el mismo Sócrates acuñará: “Conócete a ti mismo”. La complementa así: “y…conocerás a los dioses y al universo”. Si el punto de partida lo constituye lo celestial, poseyendo lo antropológico un mero nivel referencial, el pensador ateniense, aun manteniendo la base de su discurrir centrado en el sujeto humano, lo remite y lo conecta a una esfera más allá de lo material, más allá de lo físico, más allá de lo corpóreo.


Si la misión es vivir bien, de cara a las prescripciones de los dioses del olimpo, ya que ese vivir bien será premiado en el plus ultra de la historia, trofeo que lleva el nombre de inmortalidad (del alma), entonces, se le hace un quiebre insalvable a la filosofía, la cual solo encuentra de dónde asirse en la realidad monda y lironda, es decir, su único auxiliar lo sitúa en el libre ejercicio de la razón, en el libre ejercicio del pensamiento, en el despliegue poderoso de la libertad de conciencia.



Ello aunque le cueste no pocos malentendidos y no pocas angustias y, aunque las más de las veces, avance en medio de incertidumbres que, antes que paralizarlo o entumecerlo, lo catapulta hacia niveles insospechados por él mismo.


Andando el tiempo y los años, los renacentistas y los medievales van a plantear nuevas maneras de abordar la reflexión. El punto de discordia, aquél en el cual se bifurcan ambas concepciones tiene que ver con un aspecto nodal para la postura que se pretenda defender: la autonomía.


Autos, en latín significa sí mismo en castellano; a su vez, nomos significa ley, orden, regla; por tanto tenemos que la autonomía hace referencia explícita a la ley de sí mismo, al hecho de mandarse a sí mismo, a pensar por sí mismo, a decidir por sí mismo. Ya no se trata de empeñar mis opciones, de hipotecar mis elecciones, de tasar mis razonares a una supuesta autoridad mayor, una autoridad por encima de mi capacidad de análisis y decisión; una entidad superior a la que yo confío los asuntos que se me aparecen como “más allá” de mis posibilidades.


Mientras en el pensamiento medieval todo pensar humano está referido a “dios”, asumido el hecho que de él depende todo discurrir, todo reflexionar, todo pensar, es decir, el ser humano piensa en tanto “dios” no solo se lo ha concedido sino que se lo ha autorizado, el planteo renacentista se piensa, se dice, se activa y se asume como autónomo: autónomo frente a lo teológico, frente a lo religioso, frente al mandato clerical, frente a una autoridad comprendida como emanada de lo “divino”.


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